
Hoy ayudé a un ciego a cruzar la calle.
Hecho esto me pregunté de qué había servido, si al llegar a la otra esquina estaría solo de nuevo.
Yo me pregunté si realmente me necesitaba, vamos, es algo megalómano esto de ayudar a quien no lo pide.
Yo me dije que todo eso lo hacía para auto convencerme de lo buena gente que soy, para demostrarle al mundo que soy un filántropo, en sí, me importaba tres carajos el ciego.
En una calle vacía, sin espectadores, ¿hubiese hecho lo mismo?
Y yo me volví a decir a mi, que esta es otra de esas maniobras donde evidenciar que estoy salvando al mundo me convierte en alguien admirado, reconocido, respetado y querido.
Claro que si alguien viese como desangro, descuido y corroo mi propia alma me tildarían como un sádico asesino. Un suicida crónico.
A veces me gusta ser ese destructor de mí mismo (ya me mataron muchas veces, me voy a vengar, no en ellos, en mí, por permitírselos, por disfrutarlo, por adelantarme a lo que ni siquiera notan)
Y así seguí mi charla (cabe destacar que cuando digo que hablo yo conmigo, a veces intervienen otros entes, pero claro, lo que dicen es lo que yo siembro, así que su presencia es una exteriorización mía, charlo solo en una multitud de voces e interlocutores)
Como me decía, seguí debatiendo mi falsa filantropía homicida, y según creería no vi que en mi camino crucé: muchos ciegos, pila de zombies, hordas de pelotudos, procesiones de militares gerontizados, gente que mira para ver si los miran, y de repente, un espejo…
Paré, miré al que me miraba, y lo hice…
Me peiné un poco, me acomodé el bulto y seguí caminando.
Soy hermoso. Soy demasiado. Soy…
(no lo sé, las letras que plasmen esta definición se desmentirán en un suspiro, no quieras decirlo vos, porque tampoco me importa, no quiera decirlo yo, porque sería condenarme a una definición, no digas, no digo quien soy. Solo soy…soy solo.)